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del Capítulo 5

            Un murmullo de alarma corrió entre los paisanos. Y, como el que calla otorga, Rivera continuó:

- Entonces, como les iba diciendo: si ustedes le tienen miedo a su patrón, es porque bien no los trata,  y no debe ser fácil llegar a un acuerdo con él, ni en el cobro, ni en las horas que le trabajan.

            Nuevamente el silencio, le otorgó la razón al guapo. Los ojos de aquellos hombres, fijos en él,  reflejaban  el fuego que lentamente asaba unos churrascos. Parecía que  el ardor de sus sentimientos ignorados desde siempre, asomaba a sus miradas.

- Mi patrón es el Senador de quien les hablo, y me ha enviado para estos lares a abrirle los ojos al gauchaje. En Mendoza ya se ha hecho la ley para que nadie los obligue a trabajar más de ocho horas, y si lo hace…las tiene que pagar.

            Los comentarios por lo bajo recorrían la peonada, y aunque mostraban desconfianza e incredulidad, no se animaban a armar las frases que les venían a la boca. ¡No fuera a ser cosa que el nuevo se encabritara y le abriera la panza a alguno! Como los animales, que huelen el riesgo y se mantienen aparentemente sumisos, se acomodaban de nuevo en sus asientos improvisados entre ponchos y piedras.

- Además de eso, ya no se arregla a nadie con la papeleta. Eso les valió para nuestros padres. No les vale de nada con ustedes. ¡Nadie es dueño de ustedes! Y al que le trabaje toda la vida, a ése el patrón le tendrá que pagar hasta que se vaya de este mundo.

- ¡Basta amigo! ¡No nos tome por ebrios ni por dormidos!   ¡Le han de pagar muy bien pa’ que ande por la tierra engañando giles!

- ¡Al fin saltó el más lanzado entre todos ustedes! Se nota que anduvo por la ciudad. Con usted no voy a discutir.  En  usted voy a confiar, para que les limpie el entendimiento a estos otros.

- ¿Cuál es su gracia?

            Rivera se levantó y los paisanos se abrieron en  un amague de retirada.  Guardó el cuchillo lentamente y le extendió la mano al único contestatario.

            Más que por la palabra, aquellos hombres se asimilaban por la fuerza de las intenciones y la intuición de la  nobleza en sus almas.

- Lucero, Pedro.  Pero primero va a tener que convencerme a mí.

- Lleguesé a Mendoza y vealó a Ruperto Lencina. Él le va a mostrar lo que ahora no ve. A la vuelta, nos volvemos a juntar. Si alguno sabe leer, déle una ojeada a algún boletín o a los periódicos, que ya no son cosa de ricos.

- ¡Le garanto que a los anarquistas no los queremos!  Ya tuvimos la muestra hace un tiempo. Nos pintaron todo de colores y después ¡cayeron como treinta con la policía! ¡Es seguro que los hicieron boleta! De ninguno sabemos algo.

- Y a nosotros ¡se nos empeoraron las cosas!

- Si usté viene por el Socialismo, nos quiere poner contra el gobierno, ¡van a volver a cagarnos a palos!

- A palos los va a cagar su propio capataz, si no se atrincheran en un Sindicato. Llamenló como quieran, pero tengan en cuenta lo que digo: se está peleando para que cualquier gobierno que suba, el que sea,  tenga que entenderse con los Sindicatos.

- Y usté, compadre, ¿en cuál sindicato se atrinchera? ¿Quién nos dice que no lo manda el Peludo para barrernos como paja seca ni bien mostremos la hilacha?

- Lo que les hablé,  es lo que es. Lo demás, no es mi asunto. Hasta la vista.

            No se dijo una sola palabra más. El guapo caminó dándoles la espalda y montó su zaino.

            Se alejó despacio, hasta desaparecer en la bruma de la noche, dejando en claro que no le temía a nadie que quisiera acuchillarlo en la retirada.

 

 

del Capítulo 1

            "Las guitarras empezaron a templar sus cuerdas a la medianoche. La Pulpería estaba llena de parroquianos, y al gringo y su mujer le brillaban los ojos con los billetes y las monedas que iban llenando la caja.

            Los gatos, las cuecas y las tonadas se desgranaban una tras otras animando a los presentes. Algunos vivos, ponían pica entre los músicos locales y los que se avenían unos días antes de los festejos, apostando a quién de ellos mejor tocaba y cantaba. Todos los años, la diversión se repetía sin cansar a nadie, reuniendo gentes de todas partes.

            En medio de la juerga, un rayo partió el ambiente y el aguacero se descargó en forma. Rosa corrió alarmada hasta la puerta que daba a la galería.

- ¡Florinda! ¡Andá a cerrar las ventanas del fondo, que se viene con piedra!

            Todavía estaba tratando de distinguirla entre la oscuridad y la lluvia, cuando apareció la chica jadeante y más pálida que una muerta.

-¿Qué te pasa, que tenés esa cara de aparecida?

- ¡Doña Rosa! ¡Afuera hay una mujer tirada en el barro! ¡Venga usté, que me parece que tiene un chiquito!

- ¡Entrala por la cocina vieja! ¡Que nadie la vea! ¡Ahora voy yo!

            La muchacha corrió de nuevo hacia la oscuridad y se acercó al bulto tirado en el suelo. Oía quejidos y el llanto de un bebé. Trató de hacer reaccionar a la desconocida cacheteándole las mejillas.

- ¡Señora! ¿Me oye? ¿Puede levantarse?

            Los gemidos de la mujer y los gritos del niño se mezclaban con el chasquido del agua cayendo, que cada vez se hacía más fuerte sobre la tierra, las tejas y las chapas.

- ¡Deme al niñito, que está empapado! ¡Primero entro a la criatura y enseguida la vengo a buscar!

            Intentando no resbalarse, Florinda abrazó al pequeño protegiéndolo contra su pecho. La vieja cocina de adobe estaba en el fondo del predio, detrás de los corrales, y se veía poco y nada. La joven caminaba lo más rápido que podía. Aliviada, vio aparecer una luz a través de la ventana. Doña Rosa ya había entrado y había encendido una lámpara de kerosén.

            Con los ojos fijos en la lucecita que le hacía de faro en medio de la tormenta, Florinda rezaba Ave Marías y lloraba de nervios, sin soltar al tesorito que se prendía de su cabello y daba topetones sobre sus pechos buscando leche para mamar.

– Shhh… Sh… Ya llegamos… Bueno… Shh… Ya está…

            La puerta de la cocina en desuso se abrió con el chirrido acostumbrado y el rostro bello de la patrona se asomó y la ayudó a entrar.

- ¡No para de llorar, doña Rosa!

- Dameló, que le quito esa ropa. ¡Uy! ¡Vuela de fiebre! ¡Andá a buscar a la china antes que se ahogue entre los chanchos ahí afuera!

– Sí, doña Rosa.

            Sin reparar en lo empapada que estaba, Florinda volvió a salir a la negrura de la tormenta.

            Rosa acunaba al bebito mientras le quitaba la ropa sucia.

– Bueno… bueno… ¡Estás muerto de hambre!

            Cuando Rosa tenía un pequeño en sus brazos sentía que sabía atenderlo como si hubiera tenido hijos. Con una mano sostenía al bebé contra su costado y con la otra acomodaba unos trapos secos sobre el fogón, para cambiarlo.

            A duras penas, entró Florinda abrazando a la mujer que se tambaleaba.

 – Acostala en el catre y sacale la ropa. ¡Ràpido! Yo me encargo del chiquito.

            La desconocida tenía el pelo mojado pegado sobre la cara, las uñas esmaltadas y un vestido de calidad. Había perdido los zapatos, y las medias de seda estaban hechas trizas. Apretaba un bolsito de gamuza negra y con los ojos abiertos, sin ver, murmuraba:

- ¡Ay! … ¡ay!… Dios, no me abandones…

            Dócil como un niño, se dejó desvestir por Florinda, quejándose cada vez que la tocaba. Al terminar de desvestirla, la criollita pegó un respingo y quedó con la boca abierta.

- ¡Mire doña Rosa! ¡Está toda marcada!

- A esta pobre mujer le dieron con un cinto para matarla.

– Tendría que llamar al boticario, doña Rosa…

- ¡Imposible, con esta tormenta! ¡Poné a calentar grasa de cerdo para hacer un ungüento y leche para la criatura! ¡Bajame la bolsa de los yuyos! ¡Apurate, querés!

            En las dos horas siguientes, la cocina vieja y la despensa se convirtieron en un refugio donde la desconocida y su hijo encontraron asistencia y todos los cuidados posibles de manos de las dos mujeres de la casa.

            Dicen que siempre ha sucedido que cuando las mujeres están en verdadero peligro, aunque no se conozcan, se ayudarán incondicionalmente."

 

Capítulo 1

 

“Cuando Rivera cruzó el salón hacia el patio de apuestas, dos personas lo observaron con agudeza: el político Ferrasano, y la dueña de la pulpería. Ferrasano hubiera jurado que conocía a aquel hombre. Aunque se cubría con un poncho, podía adivinarse por su andar, que era venido de la ciudad. Se inquietó, sin poder controlar el miedo que le asaltó de repente.  Fingió reír, relajado, con los que se habían arrimado a su mesa y se convenció a sí mismo de que en las patronales acudía al pueblo gente de todas partes, así que ese tipo sería uno más.

        Para cortar con la inseguridad, que en el fondo lo carcomía, buscó con la mirada a doña Rosa y levantó su vaso en honor a ella.

- ¡A la salud de la dama más distinguida de nuestro pueblo! ¡Pido un brindis a todos los presentes por la estimadísima señora doña Rosa Ugarte!

        Una ovación con vítores y aplausos explotó en el ambiente.

- Gracias a ellos, carísimos compadres, tenemos en esta zona un Salón digno y decente donde reunirnos a comer, beber y divertirnos, sin que los peligros del delito nos tiendan sus redes. ¡A su salud!

        Los vasos se levantaban y chocaban en el aire, mientras las aclamaciones de “¡Salud!” llegaban a la homenajeada.

        Tancredi levantó un vaso de vidrio grueso con un poco de vino tinto que tenía junto a la Caja y exclamó:

- ¡A la salute de’lla piú bella! … ¡La “mía” molle!

        Recalcó sus palabras incisivo, y miró a Ferrasano para dejar bien claro que Rosa le pertenecía.”

 

Capítulo 33

 

“- No es por él que estuve triste estos días. Extraño mucho a mi hijo.

- Si lo extrañaras tanto como decís, me dirías dónde te lo voy a buscar y lo tendrías con vos hace rato… ¡Pero!  No sé qué berretín te atacó, que preferís que ande por ahí con un socialista infeliz, que ya debe estar boca abajo en una zanja.

- Callate. No digas barbaridades.

- ¿Qué? ¿Vos te creés que el tipo va a andar por ahí, todos estos días, con tu bebé abajo el brazo? A vos sí que te falta una clavija, piba.

- De todas maneras, vos lo traerías para que Rodolfo se lo lleve a su casa de Rosario, y lo críe otra gente. Así que me da igual. ¡Prefiero que lo críen los socialistas y no los oligarcas!

        Cerró la puerta, fue hasta ella y le agarró la cara con una sola mano.

- No te pasés… No seas desagradecida. El tipo ése con quien vos te revolcaste allá en la sierra, ya lo debe haber tirado en algún orfanato. ¿O es niñera?  ¡Caé de la higuera, gilita!”

 

Capítulo 38

 

“Era el primer verano de su señora en La Cortejada. Don Jacinto había salido para Mendoza y estaría ausente varias semanas, por primera vez desde que se instalaran en la casa. Una tarde como aquella, a los escasos dos días de la partida del patrón, un caballero de Buenos Aires se presentó sin previo aviso: era el coronel  Don Atencio Fortuna Olazábal. A deducir por el color tostado de su piel y sus ojos renegridos, parecía oriundo del Potosí.

        Felipa no conocía aquella amistad del Comisario, pero le pareció que debía ser atendido por la dueña de casa, dado que al pobre hombre se lo veía desencajado y agotado por un difícil viaje.

        La cosa hubiera sido una simple formalidad, si doña Angélica no hubiera reaccionado del modo más inesperado. Ni bien le anunciara al visitante, su amita quedó en suspenso, con una expresión venturosa, tal como Santa Teresa de Ávila en la pintura en que un Ángel le atraviesa el corazón con una flecha de oro. Un llanto que exhalaba ternura embellecía aún más  su rostro, y sin ningún intento de mejorar su aspecto, corrió escaleras abajo.”

 

Capítulo 3

 

            "A esas horas, en la ciudad de Rosario, el viento húmedo traía a la avenida el olor inconfundible del río Paraná, deslizándose majestuoso bajo la luz tenue de la luna.

            En el primer piso de uno de los edificios de gobierno, tres ventanas traslucían luces encendidas. Eran las oficinas del doctor Rodolfo Ibarguren, que casi siempre trabajaba a contra turno de su personal. Esa noche, lo visitaba, el doctor Ferrasano Justicia.

- Quédese tranquilo, Ibarguren. Las cosas van bien, todo en marcha.

- Mire que la cosa está brava aquí en Rosario... Y en Buenos Aires… ¡ni le cuento! No se confíe demasiado, porque tenemos poco tiempo. Si perdemos estas elecciones, no creo que podamos volver a levantarnos.

- Parece que el 2 de abril serán los comicios. Apenas faltan cuatro meses.

- Soy consciente de la situación, doctor.

- ¿Está seguro?  ¿Se enteró que los peones empezaron otra huelga y los terratenientes que nos apoyan nos dieron el ultimátum?

- Siempre se pudieron resolver las cosas. ¿Se acuerda cuando se levantó la Liga del Sur con de La Torre a la cabeza?

- Porque me acuerdo, es que le hago hincapié en que las cosas no se nos pueden ir de las manos. Los yrigoyenistas ganan cada vez mayor terreno, y los infiltrados que tenemos en el partido no nos sirvieron de nada en este gobierno que termina el Peludo… ¡Ni pelota le da a las bancas que tenemos en el Congreso!

- Estoy seguro que el doctor Alvear es el mejor candidato para la época que se viene. Hay que vestirse del color de los personalistas  y desde adentro, hacer lo nuestro. Cuando se quieran acordar, van a estar frenados unos años. Como le dije, las cosas siempre se pudieron resolver.

- Entonces resuélvalas en su provincia. Me llegaron datos de que hay gente socialista organizando a los obreros para toda esa bazofia de los derechos laborales. La gente no me importa, quiero los votos. Los votos nos tienen que traer en bandeja la minería y el negocio rojo, que está virgen ahí."

 

Capítulo 8

 

“- El Senador recuerda su desempeño en la revolución de 1890.

- ¡Tenía treinta años menos, mi amigo!

- Tenemos indicios de que los que asesinaron a su cuñado están en esta provincia.

-  ¡Ajá!  ¿En qué andaba últimamente Santiago?

- Antes que lo asesinaran estaba protegiendo legalmente a unos italianos sindicalistas, muy formados, porque los querían sacar del país usando la ley de deportación a los extranjeros mayores de edad con antecedente policiales.

- Si fuera por eso, medio país estaría arriba de los barcos rumbo a Europa. Voy entendiendo… ¿Qué más?

- Estaba seguro que podía hacer saltar a unos cuantos Nacionalistas del Club del Progreso y limpiar un poco el camino para que se apliquen definitivamente las nuevas leyes de Trabajo en todo el país.

- Mire, Estévez… a usted se lo digo bien clarito porque ya no estoy para defender la patria. Esto es una feria… Los anarquistas, los comunistas, los socialistas… los irigoyenistas… No son mi gente.  Toda mi vida la pasé con las ideas y los gobiernos conservadores y liberales. A ninguno que tenga un poco de tierra y una fortuna digna, le conviene este sainete de la Izquierda, ¿me entiende?

- Entiendo, señor.

- Digalé a Lafuente que lo voy a ayudar. Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance por el hermano de mi difunta esposa a quien adoré. Además,  porque el diputado Meijides era mi amigo. Déjele claro que no voy a mover un dedo a favor de su partido. ¿Me entendió?”

 

Capítulo 8

 

“El corazón le latía golpeándole el pecho. Salió del Salón para tomar aire y ordenar sus pensamientos. Desde la sombra de un aguaribay salió la silueta del capataz don Ovidio. Sostenía en su mano un rebenque y se le acercó despacio, sin hacer ruido ni con los pasos.

- Así que usté… es el “gran invitado” del señor Comisario?

- ¿Me parece, o me está provocando?

- Le parece bien… ¿Vé este rebenque? Se lo voy a cruzar en la jeta si se vuelve a acercar a la Señorita Algañaraz.

- Somos amigos. Mi hermana es Mercedes.

- ¿Así que son… “amigos”?

- Sí. ¿Algún inconveniente?

- El inconveniente va a ser suyo si vuelve a tocarla.

- Dígale a Don Jacinto, si le parece.

- ¡Ah! ¡Es bravucón el hombre! No se haga el otario  conmigo. De no ser por motivos que a usté no le interesan, ya estaría sabiendo don Jacinto lo que pasó en la glorieta. ¿Y sabe qué? ¡Un par de tiros en las bolas y nadie se acuerda más de un gaucho como usté! ¿Me entiende? Así que, si no anda “buscando el hoyo”… cuídese muy mucho de que lo pesque en otro renuncio.

 - Muy bien, capataz.

 - Salga de mi vista, carajo. Tiene olor a zorrino.”

 

 

Capítulo 41

 

“Ferrasano nunca había pensado su vida desde esa perspectiva. Jamás se había apoyado sobre sus capacidades verdaderas, y ni se le había pasado por la cabeza no depender de relaciones y apellidos. En realidad, siempre se había sentido “hijo de Ibarguren”… Ante el vacío de su propia identidad, la angustia lo paralizaba. Sólo el aliento de su mujer lo proveía de luces en aquella espesa noche del alma.”